Acabábamos de mudarnos a una pequeña casa rústica en los suburbios. Residencial Cuento de Hadas: tranquilo, vecinos agradables, vallas de palets. Baste decir que éste sería un nuevo comienzo para mí, un reciente padre soltero, y mi hijo de tres años. El momento para dejar atrás el drama y estrés del año pasado.
Tomé la tormenta como una metáfora para este nuevo comienzo: un último espectáculo teatral antes de que la mugre y suciedad fueran arrasadas. A mi hijo le encantó, en todo caso, aun cuando se perdió la energía. Era la primera gran tormenta que había visto. Destellos de relámpagos iluminaban los cuartos semidesocupados de la casa, proporcionándole largas y espeluznantes sombras a las cajas de mudanza, y él saltaba en su lugar y gritaba en lo que el trueno caía. No se dispuso a irse a la cama sino hasta altas horas de la noche.
La mañana siguiente lo encontré despierto en su cama, sonriente. —¡Vi los relámpagos en mi ventana! —anunció orgullosamente.
Unos días más tarde, me contó lo mismo. —No seas bobo —le dije—. No llovió anoche, ¡sólo estabas soñando!
—Ah… —Se le veía en cierta forma desalentado. Revolví su cabello y le dije que no se preocupara, debería haber otra tormenta pronto.
Luego se convirtió en un patrón. Me diría cómo vio los relámpagos fuera de su ventana al menos dos veces a la semana, a pesar de que no hubiera llovido. Sueños recurrentes de esa primera, memorable tormenta, pensé.
Es fácil odiarme en retrospectiva. Todos me aseguran que no hubiera habido nada que pudiera hacer, ninguna forma de poder saberlo. Pero se supone que debo ser el guardián de mi hijo, y ésas son inútiles palabras de consuelo. Frecuentemente revivo esa mañana: haciéndome un café, vertiendo leche en mi cereal y recogiendo el periódico para leer acerca del pedófilo local que las autoridades acababan de arrestar. Era material de primera plana. Aparentemente este hombre escogía un blanco joven al azar (usualmente un varón), merodeaba su casa por un tiempo y tomaba fotografías de él por la ventana mientras dormía. A veces iba más lejos. Mi estómago se contrajo en lo que hacía la conexión.
En aquel momento, era apenas algo salido de la imaginación de un niño. En retrospectiva, es la cosa más aterradora que he leído.
Alrededor de una semana antes de que el predador fuera capturado, mi hijo se me acercó en sus pijamas. —Adivina qué —me preguntó.
—¿Qué?
—¡No más relámpagos en mi ventana!
Le seguí la corriente. —Ah, qué bien. De vuelta a la normalidad, ¿eh?
—¡No, ahora está en mi armario!
Aún tengo que ver las fotografías que la policía ha recuperado.
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